miércoles, 1 de mayo de 2013

Salida de emergencia


La estación central estaba impregnada de un aroma sórdido. Allí me encontraba yo, sentado en un frío banco metálico a la espera de un tren que realmente no tenía la menor gana de tomar. Su destino era el sótano de una memoria plomiza que me atormentaba especialmente desde hacía unas semanas. Una mochila empacada con un ordenador portátil, una vieja carpeta verde de mi hermana y un libro sin nada de especial pesaba a mi espalda. Pero estos enseres tan solo representaban una ligera carga comparada con el lastre que últimamente doblegaba mi espíritu. El tren se incrustó en las entrañas de la ciudad y se detuvo religiosamente en la siguiente parada subterránea. El andén estaba atestado de rostros anónimos que comenzaban a llenar los vagones con sus miradas esquivas. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que yo también estaba allí sentado, de que era uno más entre todos ellos. Las puertas se cerraron de golpe tras un compás de pitidos militares. El tren reemprendía su endiablada marcha hacia un lugar que me era demasiado familiar aunque no por ello menos detestable. Los últimos rayos de luz de un día sin huella se difuminaban entre las perezosas nubes anaranjadas del atardecer. La gran ciudad desaparecía fugazmente a través de una gruesa ventana que a la vez servía de salida de emergencia. Parecía burlarse de mí ese inerte pedazo de cristal con tales letras impresas del revés. “Próxima estación”, vociferó la robotizada megafonía.


A la mañana siguiente desperté y volví a la odiosa rutina. Fui a tomar ese mismo tren, pero en el último segundo un impulso me hizo pedir un billete diferente, esta vez solo de ida. El vendedor me dijo que lo sentía, que no había ida sin vuelta. Salí de la estación como alma que lleva el diablo y comencé a caminar sobre los desvencijados raíles de una vía abandonada que se dirigía hacia el norte. No estaba dispuesto a asomarme de nuevo al abismo de unos recuerdos que me traerían de regreso al mismo lugar que ya no soportaba. Ese cristal impertinente parecía llevar razón a fin de cuentas: siempre hay una salida de emergencia.