miércoles, 6 de abril de 2011

Adiós ciudad

Hacia la indómita fuerza de la naturaleza. Allí donde podemos dejar atrás todas y cada una de las arbitrarias convenciones, normas y barreras que a veces nos atrapan. Zafarnos así del yugo que nos impide sentir qué es realmente vivir sin miedo. Lugar en el que hallar sabiduría, paz interior, quietud. Reconciliarnos con el resto de criaturas con las que olvidamos compartir planeta y herencia.

La auténtica libertad sin cortapisas. Como el vuelo del majestuoso águila que bate sus alas sin rumbo aparente, guiada por sus primarios instintos hacia donde el caprichoso viento la pose. La cima de la infranqueable montaña, desde la que divisar el primer rayo del nuevo día que se asoma por su ladera, esa que mira hacia el este.

Vagar al compás del cantar de los pájaros, atravesar el bosque sin que sus árboles nos impidan alcanzar la verdad.

Sentirnos como átomos insignificantes y frágiles, para de esta forma comprender que no somos más que una mota de polvo recién caída en la vieja casa de la Historia. Meros huéspedes de la madre tierra, que han abusado de la confianza prestada.

Entes robotizados, automáticos. Reniegan de su ancestral origen. Incapaces de vislumbrar reflejo en el espejo del río de la vida. Arrastrados por la corriente hasta desembocar en un mar de mentiras, regado por las lágrimas de aquellos que sufren.

Damos la espalda al amanecer, ensombreciendo a quienes tan solo buscan una oportunidad de abandonar la miseria.

Detrás de cada rostro y su aparente sonrisa, hay un vacío que solo la salvaje naturaleza puede llenar. El único camino para liberarnos es emprender un largo viaje hacia el infinito del horizonte. Una maleta vacía a la que llenar de vivencias como única acompañante.

Recorrer los cinco continentes y los siete mares, para alimentar de contenido la atormentada alma de esos que no insisten más que en poner diques al mar, en delimitar y categorizar la inmensa e inabarcable realidad.

Entre metros de inmaculada nieve y ruda piedra, el dinero no sirve más que para prender un efímero salvavidas de fuego. Una hoguera en la que desaparezcan las innecesarias posesiones materiales. Una fogata a través de la que purificar el alma, una brasa para calcinar nuestras caducas entrañas. Despojarnos en definitiva de las fuentes que inundan de envidia y egoísmo las calles de la rutinaria vida urbana.

Recurrir a los instintos y emociones elementales, despertar las pulsiones latentes. Supeditar la razón a la solidaridad de la madre que arriesga su vida para dar sustento a sus crías. Romper el cascarón de la mentira en la que entre artificiales nebulosas nos sentimos seguros. Volar del nido en el que solo creemos encontrar calor, romper con nuestros demonios.

Emigrar hacia rutas salvajes jamás exploradas. Buscar con ahínco el verdadero sentido de las pequeñas cosas, esas que nos arrancan una tímida sonrisa en la media noche de la soledad.

Descubrir hoy que la libertad está allí donde no hay ruido, donde el silencio nos revela los secretos que hábilmente nos han sido escondidos. Disfrutar del aroma que nos regala una flor recién nacida bajo el sol de los primeros días de primavera. Soñar despiertos al calor de la madera del roble más anciano. Escuchar la voz que emana del fluir del río.

Solo deseo ser libre como el oso que se hace dueño y señor de la espesa tundra. Como el león que ostenta su cetro como rey de la salvaje llanura. Cual delfín que navega hacia donde la azarosa corriente crea por bien. Como ave sin cadenas que le aten a la finita tierra.

Libertad, ¿dónde te escondes?

Hombre, ¿es que a ella temes?

Echa un puñado de valentía a la espalda y parte hacia sendas imposibles. Siembra de esperanza tu camino. Despídete de la gran ciudad. Da el primer paso y no mires atrás.